En la Argentina de la posverdad política, Facundo Manes parece haber encontrado su papel favorito: el del perseguido. Cada vez que algo no sale como espera, aparece una denuncia, una acusación resonante, un “me amenazaron”. Pero detrás del ruido mediático, los hechos no terminan de sostenerse.
Esta semana, el diputado radical volvió a escena con un nuevo capítulo: acusó al presidente de la Cámara Baja, Martín Menem, de haberlo amenazado en los pasillos del Congreso. Según Manes, le habrían dicho: “Rogá que no haya quórum, porque te vamos a hacer mierda. Hoy empieza una operación de prensa brutal contra vos”.
Menem no tardó en responderle: “No faltes a la verdad. La política necesita seriedad, no teatro”.
Y ese último concepto es quizás la frase más precisa que alguien podría dirigirle al diputado.
Un patrón repetido
No es la primera vez que Manes acusa, ni la primera vez que las pruebas se deshacen.
Hace unos meses había denunciado al asesor presidencial Santiago Caputo por una supuesta agresión en el Congreso. Dijo que lo empujaron, que lo amenazaron, que sintió miedo.
La causa se abrió, se investigó… y terminó archivada por “inexistencia de delito”.
No hubo agresión, no hubo amenaza, y lo único que quedó fue una puesta en escena amplificada por los medios.
El libreto se repite: un hecho confuso, una denuncia pública, titulares por un par de días, y luego —silencio— cuando la justicia no encuentra nada.
Entre la moral y el marketing
Manes se presenta como el paladín de la transparencia, el neurocientífico que viene a “curar” a la política con ética y neuronas. Pero en la práctica, juega con los mismos reflejos que dice combatir: victimizarse, dramatizar, buscar cámara.
Habla como si la política fuera un quirófano donde él es el único médico lúcido rodeado de corruptos, pero cada vez que se encienden las luces, su discurso parece más una estrategia de marketing que una cruzada moral.
¿De qué sirve denunciar si no hay pruebas? ¿De qué sirve señalar si el dedo siempre apunta al aire?
Convertir el Congreso en un consultorio de egos heridos no lo hace más creíble; lo hace menos confiable.
Un político que promete cirugía, pero deja cicatrices
Manes exige seriedad, pero responde con dramatismo. Pide respeto institucional, pero lanza acusaciones sin sostén judicial. Habla de ética, pero su patrimonio personal —más de 1.700 millones de pesos declarados, según Chequeado— lo coloca entre los diputados más ricos del país.
La contradicción es evidente: moraliza desde el atril mientras crece su fortuna y se multiplica su exposición.
Y si todo termina siendo relato, ¿qué queda del político serio que alguna vez prometió “sanar la Argentina”?
Quizás solo un neurocirujano que aprendió demasiado bien cómo manipular la atención pública con un micrófono en la mano.